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Sueño caído


“¿Papá?”  sonaba la  voz temblorosa  de mi hijo, se  presentía su miedo. “¿Sí,  Luka?” le respondí. Yo también  estaba inquieto, pero me armé de  valor para contestarle. Si Luka me  veía con seguridad, tal vez podría darle  un sentido de esperanza, al menos por los  últimos momentos. “¿Veremos a mamá otra vez?”  Dijo con la misma voz. Me quedé callado. No sabía  si mentirle o decirle la cruel realidad que ponía en  riesgo la posibilidad de encontrar la felicidad en su vida.  “¿Papá?” volvió a sonar unos momentos después, más silencioso aún.  “Sí hijo. Tu mamá nunca te dejará, siempre estará aquí”. Señalé a su  corazón. Por un instante sentí el calor leve de su cuerpo. Eso extrañaré  más de esta vida: poder estar con Luka y verlo feliz. Lástima que no nos  vimos suficiente tiempo. Seis años de conocerlo no me bastó.


Después de un silencio  largo y algo placentero decidí confesarle: “Luka, te amo, y si es la última vez que nos  vemos quiero que sepas que yo, al igual que tu madre, estamos muy orgullosos de ti”. No me  pude contener más y las lágrimas salieron por fin de mis ojos. “Ahora,” continué. “Necesito que  no te muevas, ni hagas ruido ¿Entiendes?” “Sí, papá”, contestó. Nos quedamos quietos y callados dentro  de ese escondite bajo el piso de madera. De repente, se escuchó el timbre de la casa. Mis amigos, los  Fellner, decidieron, a pesar de poner en riesgo sus vidas, esconderme a mí y a Luka en su casa, al darnos  cuenta que mi casa ya no era segura tras haber vivido el secuestro de Hanna, mi esposa. Cuando los Nazis fueron al  despacho de abogados donde trabajaba como secretaria y la llevaron con ellos, me di cuenta que tenía que marcharme de  Austria.


El problema fue económico, ya que no he visitado mi casa desde que los Nazis buscaban el vecindario por judíos como  mi hijo y yo. Así fue como llegamos a la casa de Maximilien Fellner, un amigo del hospital donde trabajaba. Los Nazis no se tardaron  mucho en localizar la casa de Max para cuestionarlo sobre sus compañeros que han “desobedecido a la ley” como yo. Con eso entraron a la  casa. Se oía el crujido lento de la madera al ser pisada, y poco a poco, el ruido de las botas pesadas de los soldados se fue acercando  hasta estar justo por encima de la lámina de madera que cubría el escondite. “Dr. Fellner, has sido llamado a cuestionamiento.” Vino la fuerte  voz del soldado. El sonido se escuchaba claro a pesar de estar suavizada por la madera que me cubría. Eso me dio una sensación de terror que hizo  que se me estremeciera la piel.


Sentí los ojos llorosos de Luka viendo directo a los míos y lo traté de calmar con la mirada. Alcancé sigilosamente  su manita húmeda y fría, y la sostuve por un momento hasta que los Nazis se fueron con los Fellner. Escuché la puerta cerrar fuertemente, fue la única  indicación que tuve de su partida. Se sintió un silencio repentino y engañoso pasar por la casa. Le hice una señal a Luka para que guardara silencio, aunque  estaba seguro que el sonido de mi corazón latiendo contra mi pecho iba a ser la cosa más ruidosa en el momento. Le volví a señalar a Luka para que se quedara  quieto mientras yo salía del escondite a ver si era seguro. Ya fuera de ese angosto espacio me dirigí a la puerta para asomarme por la mirilla cuando ésta se abrió  para revelar el rostro enfurecido del Nazi. Él era alto, pálido y más musculoso que yo. Sus rasgos antipáticos y marcados hacían par con su voz que se escuchó unos minutos  atrás. “¡Alto!” gritó más furioso que antes. Me quedé petrificado. No sabía qué más hacer que quedarme quieto con las manos alzadas encima de mi cabeza. No había ninguna lámina  de madera separandonos esta vez. Estaba expuesto.



Ahora era el final. En lo único que me pude concentrar en el momento fue en rezar que Luka no hiciera ningún ruido para que no  lo encontraran a él también. Si alguien salía vivo de esta guerra, sería él… Tenía que ser él… El soldado se acercó de prisa para arrestarme, pero yo no hice esfuerzo alguno para escapar,  había caído en el miedo y éste me había debilitado al punto de quiebre. Le agradecí a Dios que Luka no se hizo notar, pero poco duró mi instante de alegría cuando me cuestioné qué le pasaría  a mi hijo ahora que no estaba yo para protegerlo, me imaginé lo peor y solté otras lágrimas más tristes. De los siguientes días, sólo recuerdo estar en un oloroso y oscuro vagón de tren que parecía  tener un mar de gente dentro. Era un infierno, pasé en ese tren lo que se sintió como días. Días de olfatear el olor repugnante de los deshechos de la gente y el aún peor olor de los que caían muertos.  No tenía nada más en qué pensar que en Luka. Seguía sin olvidar el escenario de la última vez que lo vi: el angosto espacio debajo de la madera del suelo. Ahora me sonaba acogedor. Me impactó tanto mi llegada  al campo de concentración que no lo he podido borrar de mi memoria durante todos estos años. Al bajarnos del tren, los muertos se colapsaron en el asqueroso vagón.


Los soldados encargados del campo nos enfilaron y  nos inspeccionaron. Los que tenían problemas de salud o no estaban en condiciones de laborar fueron mandados a la derecha y los que teníamos esos méritos, a la izquierda. No supe qué le hicieron a la gente que no  se fue a la izquierda, lo único fue que no los volví a ver. Esa noche fue muy fría, peor que las que he presenciado en mi vida, no sólo era un frío debido al clima sino por la sensación de miedo e incertidumbre que  me gobernaba el cuerpo y me hacía preguntar de lo que me sucedería después. En las noches tuve que dormir en establos con más de diez personas por catre. En las mañanas no nos daban de comer y era suertudo si conseguía  de contrabando un pedazo de pan con hongos. En los días de invierno nos hacían quitarnos nuestros uniformes para correr desnudos por afuera del establo. Eso era para poder matar a los que no tenían las condiciones para trabajar.  Siempre hacía frío y apestaba a deshechos. Después de un tiempo, me acostumbré a la sensación y al olor, lo único que no pude superar fue el impacto de toda esa gente muerta. Yo no quería pasar el último día de mi vida como ellos:  en sufrimiento.


Todos los días pensaba en Hanna y Luka. Perdí todas las esperanzas de volver a ver a mi esposa, pero seguía esperando que mi hijo hubiese logrado escapar. Pasé tres años en el campo. Logré sobrevivir porque, al ser un hombre  de treinta y cinco años, tenía la suficiente fuerza física para poder levantar a los difuntos y llevarlos a los hornos a ser quemados. Me llenaba más y más de tristeza al ver las caras de la gente. Tuve momentos en los que envidiaba a los muertos,  al menos ellos ya podrán descansar por el resto de la eternidad. Liberaron el campo de concentración y salí con menos ganas de vivir que antes. ¿Qué podía hacer ahora? Tenía miedo de regresar a mi antiguo hogar porque la gente que se atrevía a volver  era asesinada, y no tenía amigos que me ayudaran a alojarme. Estaba desorientado y deprimido.


No quería seguir adelante, pero lo que me empujó a conseguir de nuevo un empleo fue la idea de todos esos años atrás que Luka podía seguir con vida. Pasé otros  treinta años sin señal de Luka, pero salí adelante. Abrí mi propia zapatería en una calle bonita en Austria y me conseguí la vida así. Nada había sucedido de nuevo en mi vida hasta un día en la primavera, cuando vino un muchacho a mi tienda a pedir unos  zapatos negros hechos a talla. “¿A qué nombre pongo el pedido?” dije viendo hacia el papel, sin prestar mucha atención. “A Jakob Brander.” dijo el chico. Con eso levanté rápidamente la mirada en asombro. No podía creer lo que escuché.


En todos estos años después  de la guerra, no había encontrado a nadie que compartiera mi apellido. “¿Acaso conoces a Luka Brander?” pregunté con emoción. Mi corazón se aceleró. “Sí, es mi padre. Está aquí afuera.” dijo Jakob. “Lo llamo enseguida.”


Mi corazón palpitaba rápidamente y mis manos empezaban  a sudar, pero mi cuerpo se llenaba con una sensación cálida. Salió de la tienda y regresó unos minutos después con un hombre alto y apuesto, habrá tenido cuarenta años. Se parecía mucho a mí, pero tenía unos rasgos de su madre. Seguía teniendo esos ojos tiernos desde bebé.  Me acerqué a él para examinarlo mejor. Mi alegría no se podía contener y empezaba a temblar de la alegría. “¿Ac-acaso eres tú papá?” él tampoco podía creer lo que estaba viendo.

 Me  acerqué  aún más para  poderle tocar la  cara. Acerté con la  cabeza y solté una lágrima  de emoción. Luka me dio un  fuerte abrazo y me sentí mejor  que nunca. Después de tantos años  de haber sufrido y de no haber podido  hacer las paces con mi pasado, logré mi objetivo  más preciado. Por fin pude ver a mi hijo feliz.



Nicole Kaim Aks Descripción: :) Premio: mención honorífica en certamen CDI

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